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CUENTOS

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 Duende pasajero


Voy, hacia donde estèn
la luz, el agua, el frìo, el viento,
el sol, su fuerza,
la grandeza del mar.

Y si no me ven,
es porque,
hoy voy muy apurado.
Y si no estoy,
es porque,
mi mente se ha ido a otro lado hoy.

Soy, un poco de tiempo.
Mi vida, mi alma, el pensamiento,
mi fuerza, todo lo que tengo,
no es de este lugar.

Yo solo me voy, a verlo.
El me ha invitado a su casa.
Y tengo ganas,
de que vengas conmigo a este lugar.


Duende pasajero


Voy, hacia donde estèn
la luz, el agua, el frìo, el viento,
el sol, su fuerza,
la grandeza del mar.

Y si no me ven,
es porque,
hoy voy muy apurado.
Y si no estoy,
es porque,
mi mente se ha ido a otro lado hoy.

Soy, un poco de tiempo.
Mi vida, mi alma, el pensamiento,
mi fuerza, todo lo que tengo,
no es de este lugar.

Yo solo me voy, a verlo.
El me ha invitado a su casa.
Y tengo ganas,
de que vengas conmigo a este lugar.


Marcelo Arrizabalaga
 EL BUITRE

Burlando estupidez, Clavel heredó un dios pobre y ocupado. Cretino valiente de la valentía a patadas, cruzó de norte a sur buscando cruzadas. Psico cirquero de voluntades, sabe bajar vasos de un solo sorbo. Con su boca de pocos anuncios, palabras salvajes con olor a perro, y el cuello marcado de llevar tirando la carreta pesada del destino incierto, llegó a rey del camino, camino que nadie quería, camino que nadie tomaba. Así, boyando como un pescado en el agua, vivió para seguir viviendo.

Conoció a su clavela una noche de esas bien nocturnas. Bailando la danza del pecho, palpitando el cerrar de los párpados, mariposeando pestañas en venta y jugando apuestas por nada. Ella ocupó ahí su centro y le dio un par de buenos momentos. Ella le mostró un colchón viejo y el arte de la nausea.

Todo fue rincón y parejo, borde y comida. Un día de esos nocturnos, conoció la sombra española, una que vino de oriente; a tomar vino vino y a soplarse las palmas. Ella era buena bailando, la danza del vientre, y ni que el ejército hubiera venido a prohibírselo: él le despegaría los dientes.

Clavel sufrió la fiebre que engrosa las pieles y vio su imagen sirviente. Desenfundo un par de monedas robadas, de poco valor aparente, compró promesas sin vencimiento y los bolsillos se le dieron vuelta.

Al santito de estampitas de colores le rezó más de mil veces y combatió con la espada invencible del desinterés cuando le dijeron que ese santo no cumplidor era en realidad una fotografía de un moicano adolescente. "El torero no cambia su forma, pero sonríe en la última estocada" decía sabiendo que ni él entendía la frase, pero gustándole como sonaba. Sin caballo cabalgo de este a oeste, creyéndose sincero mintió un par de veces, y confesó tres de cuatro debilidades.
Arriba le vuela un buitre fiel que lo sigue a dónde vaya, boqueando la suerte del tipo que viene zafando de que él pliegue sus alas y esquive el morirse de hambre por haber elegido a un estúpido que goza de falta de atención de la afrancesada muerte.

Chasquea los dedos, pide que bailen las chicas, peina su peinado feo y, cuando sonríe, el brillo de las mejillas se esmera por cubrirle los dientes ausentes. Cuando no se soporta: zozobra en golpes al aire que algún aire devuelve.

Clavel es el más común de los hombres, también el menos frecuente. Sueña que la cosa podría ser peor de lo que es y se consuela. Tolera todo, come tierra, y poco le importa algo desde que sus piernas no tiemblan. Su clavelita se fue porque no lo aguanto más; se hizo la cruel gata y no le perdonó ninguna otra danza. Clavel está en el fondo del pozo, babeando de costado y llorando sin lagrimas. Trinchera solitaria, la del buen cocinero, la parrilla eleva sus humos y le gotea en la frente. Desde la estación de trenes se ve que conoce su oficio, limón que le salta en los ojos, y él: dominando el ardor. Ya vendrán tiempos de echarle talón al piso y darle la panza al cielo, respirar perfumes de primavera y dejar que el viento sea amigo.

Su hijo, desconocido, quizás tampoco nacido, debe haber caído de un tiro mirando las cuatro esquinas. Clavel aguanta porque así le enseño su dios pobre y ocupado. Nació en el asiento trasero de un Kaiser Carabela abandonado y un resorte le marcó la cara, una marca que le descubrieron casi un día después, cuando pudieron bañarlo bien. Clavel asa carne mientras su carne se asa. Se resigna a soportar porque está solo y espera que un día cualquiera la realidad descanse un poco, aunque ese día... sea un día después de que baje el buitre.
por José M. Pascual

 LOS TRES LIBROS DE ELLA

No se supo explicar por qué el día estaba tan lindo y ella se sentía igual que siempre. La T.V. daba las noticias de "interés público" y el resto de los electrodomésticos también estaban funcionando. Papá estaba listo para salir a trabajar, mamá servía el café, ella lucía el uniforme bien planchado y clavaba los ojos a medio abrir en las partes blancas del diario o en alguna que otra foto.

La falda tableada le caía sobre los muslos como sin interés, estaba lista. Antes de que todos terminen de desayunar, saludó, tomó los libros y salió a una calle de árboles muertos por el otoño. El sol pegaba y rebotaba, como patinando sobre los tejados. Su pelo se soltó con una hábil ayuda de dos de sus dedos. El pueblo es miserablemente chico y es fácil escapar de cualquier cosa menos del destino. El edificio del colegio siguió de largo y como si todos la hubiesen visto a través de las viejas ventanas, se lanzó como una flecha a partir en dos al viento. Corrió hasta que los latidos de su corazón le empezaron a golpear la cabeza.

Subió a la colina desde donde el pueblo se ve como una maqueta. El cabello, ya era revuelto de pequeños brillos, estaba bien despierta, el uniforme había perdido la rigidez del planchado, uno de sus cordones le daba dulces latigazos a la hierba y las medias apenas le abrazaban los tobillos.

Los zapatos fueron abandonados a unos pasos. La camisa ya no apretaba. Miró hacia abajo y aspiro para hinchar sus pulmones con el aire fresco del monte. Se desplomó intencionalmente en el pasto, cruzó las piernas, luego las descruzó y casi al mismo tiempo sonrió; sonrió con la boca, con los ojos, con la nariz, con todo.
Se quedó como si nada existiera después de ese momento, como si no hubiera ser sobre la tierra que pudiera llegar a reprocharle algo nunca. Estática y relajada disfrutó imaginando que percibía la rotación del planeta. El cielo estaba cerca, su cuerpo se estremecía entre la humedad del verde suave y fresco.

Se acurrucó entre la naturaleza vegetal y entonces la tela le molestó. Ardió el ritual del fuego, su sangre corrió joven y placida por sus venas nuevas. Si alguien la hubiese visto. Pensó algo y volvió a pensarlo. Su mano tomó los tres libros que estaban junto a su cadera, se puso de pie y los arrojó tan lejos como pudo, lejos de su vista, lejos antes de ser leídos. Después durmió. Soñó que la rescataban de ningún peligro, que la abrazaban para protegerla de ningún acecho y que la amaban sin preguntas.

Sus zapatos estaban a mitad de camino y siguieron allí hasta que volvieron a cubrirle los pies. Llegó a su casa cerca de la hora en que la luna sale pero aún hay luz del sol. Nadie había notado su ausencia. Todos hicieron más o menos lo de siempre para reunirse en las mesas y contarlo diferente. Nadie supo que, por un día, ella se había ido lejos.

Pasaron los años y el pueblo la dejó escapar de todo menos del destino. Escribió tres libros que nadie leyó. Tres libros parecidos a los que un día su hija lanzó bien lejos, allí cerca de la colina, una tarde en que se había ido lejos de todo y de todos. Tres libros que eran parecidos a los que había escrito su madre, la madre de su madre y la madre de esta.

por José M. Pascual

 
LA MUJER

Un hombre sueña que ama a una mujer. La mujer huye. El hombre envía en su persecución los perros de su deseo. La mujer cruza un puente sobre un río, atraviesa un muro, se eleva sobre una montaña. Los perros atraviesan el río a nado, saltan el muro y al pie de la montaña se detienen jadeando. El hombre sabe, en su sueño, que jamás en su sueño podrá alcanzarla. Cuando despierta, la mujer está a su lado y el hombre descubre, decepcionado, que ya es suya.



ANA MARIA

Padre nuestro que estás en el cielo.

 Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una mano, a la otra pieza...
- ¿Dónde está tu padre? - preguntó
- Está en el cielo - susurró él.
- ¿Cómo? ¿Ha muerto? - preguntó asombrado el capitán.
- No - dijo el niño -. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros. El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.

(José Leandro Urbina)
 PRONTO MUCHO MAS
 
 

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